"Sigo siendo la misma: pienso, siento, amo, sufro, gozo, temo o suspiro, igual que hace diez, veinte, treinta, cuarenta años..."


Me suelo preguntar qué ha sucedido, qué fenómeno extraño se obró en mí, maleficio quizá, que apenas me reconozco en los recuerdos. Sigo siendo la misma: pienso, siento, amo, sufro, gozo, temo o suspiro, igual que hace diez, veinte, treinta, cuarenta años... He mudado la piel y, con la extraviada tersura, se fueron agostando las esperanzas. Sin duda, esto es ser vieja: no me falta vigor; carezco, simplemente, de ese ingenuo entusias­mo que, centinela de lo desconocido, franquea los accesos a la acción. Me aflige esta evidencia. Siento una rabia sorda rodarme por el pecho y, después, difundirse, como un chispazo eléctrico, por brazos y piernas, de modo que me cuesta trabajo no emprender­la a patadas con los muebles o cuanta cosa o persona encuentre a mi alcance; y nada personal, fobias o inquinas, hallo en mis arrebatos reprimidos: golpeara a la vida, eso es todo, reprochán­dole su traición. Luego, consciente de lo absurdo de mis ímpetus, me invade una vergüenza culpable y, oculto el rostro bajo la almohada, dejo que el llanto bienhechor aflore.
Esa cólera histérica casi nunca me toma desprevenida. Por regla general, se me encaja en la boca una cual sensación de vacío, como si dientes, lengua y aun el mismísimo aliento, se hubiesen volatilizado, dejando en su lugar una angustiosa nube que, envolviendo los nervios, su turbulencia les transmitiese. Varias veces al día, me invade este calambre, que me arranca dicterios soeces y, al punto, como niña cogida en falta, la contrición culpable, una insana amargura que impregna mis actos desde la infancia.
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