"Salió de mi existencia tal entrara, sin hacerse notar, con ese comedimiento tan suave que conducía las más leves acciones..."


Sospecho, en cualquier caso, qué mareas trajeron semejante resaca. Aquel verano, ahíto de tumultos, conocí a Fabio. Era un bien parecido cuarentón, de rostro enjuto, con un profundo rictus de tristeza en los labios y una luz casi agónica oscilándole en las pupilas. Todo en él presagiaba un extraño peligro que, sin embargo, me empujaba hacia sí, acaso fascinada por sus modales lentos y la firmeza de sus palabras, que eran como sentencias de muerte, modulada la voz con dulzura, tal si se dispusiera a cantar.
Él alegró esta alcoba, llenándola de ensueños. Primero, sugirió cambiar los muebles, y no tuvo reparo en cubrir a su costa la suma que mis menguadas economías no alcanzaron a sufragar. Forró de tela rosa las paredes, cambió llaves y enchufes, e hizo colgar del techo una lámpara de cristales iridescentes que inundaban la atmósfera del cuarto con sus destellos. En plena decadencia, todavía conservo el carísimo belle de jour donde guardo mis pobres tesoros y unas cuantas fotografías que han logrado sobrevivir a mis iras. Ellas son el testigo de cargo, la irrefutable prueba de mi vejez.
Extrañada compruebo que, de pronto, conmigo ha envejecido el universo: hombres, mujeres, calles, edificios. Y esta alcoba, tomada por el polvo que anida en sus rincones, provocándome a veces molestos estornudos. También este país se me ha hecho viejo, y no hubo para menos, después de todo lo que ocurrió.
No volví a ver a mis padres. Con frecuencia me acuso de abandono, pues es verdad que nunca les escribí una carta, les envié recados o dinero; aunque no es menos cierto ellos no se tomaron demasiadas molestias ni acaso denunciaron mi fuga al cuartelillo, imagino que dándola por buena, pues al menos mi sabio progenitor reputábame descarriada.
Fabio tampoco regresó jamás. Salió de mi existencia tal entrara, sin hacerse notar, con ese comedimiento tan suave que conducía las más leves acciones, gestos como coger una cuchara o llevarse a los labios la taza de café, mientras yo contemplaba anonadada aquel improvisado ritual. Los más nimios detalles adquirían inmediato protagonismo, adueñándose de la escena. Sin saberlo, mis ojos actuaban como una cámara, destacando sus mejores planos en cuantos decorados el deseo urdía la ficción.
Debiera sonreírle la fortuna o, sin más, sus negocios prosperaron, o quizá lo contrario; el caso es que cambió. Intentaba escudarse en su elegancia; sin embargo, los modos exquisitos y los largos silencios en que se atrincheraba, no lograron enmascarar que algo nuevo estaba transformando su realidad. Ya apenas, desplegado el velamen enorme del periódico, comentaba en voz alta las noticias o, al escuchar la radio, con sorna apostillaba el enunciado de cuantos cotidianos desmanes y tropelías se estaban sucediendo alrededor, en la misma puerta de casa. En cambio, contraía las facciones y esbozaba un tímido gesto de contrariedad cada vez que un suceso rompía sus esquemas, alterándole el equilibrio espiritual. Todo le molestaba. En señal de disgusto, movía la cabeza, sin que nada aplacase su sed de perfección.
Yo, pese a todo, me mostraba feliz, despreocupada, ajena a aquel cataclismo de paradojas que se cernían contra su integri­dad, amenazando el orden de las cosas, que él dispuso a su imagen y semejanza. Por lo demás, mi cuerpo florecía, y el estío derramaba sobre mi piel sus frutos en sazón. Así que me entregaba sin reservas al disfrute de cuantos dones me habían sido ofrecidos, las largas noches de amor, sin más límite que el cansancio o el sueño, las copiosas comidas y, sobre todo, el té o el café, las larguísimas sobremesas, sumidos en discretas conversaciones o tramando quimeras que el frescor de la brisa acababa por disipar.
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