"Era esta alcoba un barco a merced de la tempestad, sin que atisbara el fin de la borrasca..."


Siempre adoré en los hombres la palabra fácil, que sabe acomodarse a la ocasión, no importándome demasiado si, portadora o no de la verdad, buscaba asiento en mi alma o trataba tan sólo de desnudarme, ágil como los dedos que, siguiendo el compás, hurgaban en mi blusa o exploraban las sendas del placer. Porque, al cabo, ¿qué era la verdad? Todo el mundo jurara poseerla, mas ella se escurría, desmintiendo al amante de turno, para al fin esconderse en una especie de maraña oscura donde cualquier razonamiento, por más que luzca sólido, acaba por perderse en los vericuetos de la confusión.
A mí me ha sucedido muchas veces que, de pronto, como si recibiera una misteriosa revelación, consigo atar los hilos de mi historia y recompongo el rompecabezas de mi existir, de modo que, en su sitio las piezas, ni faltan ni sobran. Lo veo todo claro. Comprendo entonces cuáles mis aciertos y los errores que cometí, y una cálida euforia me recorre las venas, dejándome un sosiego, un sopor tan intenso, que presiento anticipo del de la tumba. De pronto, lo mismo que las luces van, al alba, apagándose en el paisaje, se me llenan de herrumbre las ideas, me siento torpe y, en fin, desorientada, sólo advierto ante mí las terribles incógnitas de siempre, la pavorosa seguridad de estar muerta.
Fabio, en cierta ocasión, trató de disuadirme. Si piensas -dijo entonces- y vas acostumbrándote a escrutar las razones que mueven las cosas, alcanzarás la sabiduría, pero habrás renunciado a la felicidad y, por tanto, a la vida. Y yo no comprendí aquel enigma, pero me divertía. Pues, en aquellos años, daba lustre expresarse oscuramente, rematando las frases con un altivo gesto de displicencia, inaccesible al común. ¡Qué estúpida, Dios mío! Hay momentos en que me dejo llevar por el gozo, y olvido fácilmente su oculta faz, los hitos que apuntalan el teorema de mi insignificancia. No soy nada. Como una flor de trapo, entre estas cuatro paredes, perdidos el color y la textura, el artificio, en suma, que hermosa la aparentaba.
Cuando él partió, quedé desarbolada. A mitad del camino, un súbito apagón; y yo, a oscuras, incapaz de avanzar en la niebla que anegaba mi corazón. Fue una de esas jugadas del destino que una jamás perdona. Se veía venir, y yo pude leerlo en su semblante, sus silencios larguísimos y sus constantes gestos de desaprobación, proclamando la podredumbre de una existencia que nos habían vendido sin fecha de caducidad. Rara vez la perfidia destiló más ponzoña. Pero él no decía nada, y una vez y otra vez chasqueaba la lengua entre los dientes, girando la cabeza hacia ambos lados, negando hasta de sí.
Varios meses anduve como sonámbula. Era esta alcoba un barco a merced de la tempestad, sin que atisbara el fin de la borrasca, la zona placentera en donde, azul y cálido, el mar era de nuevo ese camino abierto que te conduce, casi en volandas, a cualquier paraíso, con sólo imaginarlo.
Se ve, desde el balcón. Años atrás, me pasaba las horas contemplándolo, hechizada por su majestuosa versatilidad, que al viento se acoplaba y a la luz y a los barcos, como a las fluctuaciones de mi espíritu: Una noche, corría la luna llena, saltando entre las nubes, y fue a estrellarse, súbita, sobre el agua tranquila, en el preciso instante en que una pequeña patera quedó en el epiciclo del rayo plateado: El mar, por un momento, permaneció en suspenso, y yo vi que la blanca superficie se había convertido en una pradera de tisú, un espejo que emitía señales cifradas al infinito, mensajes misteriosos o cartas de amor: Una mano, con fuerza, me devolvió al refugio de la alcoba: Estaba comenzando a llover.
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