"Mi casa era un bajel. Azotada por todos los vientos del planeta, surcaba los océanos, gallarda, hasta anclar cada noche en algún puerto..."


Fabio dejó en mi vida un agujero lleno de tormentas. A fin de conjurarlas, mi mente simulaba situaciones descabelladas. Mi casa era un bajel. Azotada por todos los vientos del planeta, surcaba los océanos, gallarda, hasta anclar cada noche en algún puerto. Luego tomaba un libro, uno de esos volúmenes exóticos que narran fabulosos periplos, describiendo lugares inverosímiles y pintorescas costumbres, que el sueño, a su antojo, deformaba o reproducía.
Así sobreviví. Y ello a pesar de que las grandes mutaciones de la existencia se suelen presentar con sus padrinos, y encuentran fácil cómplice en cualquier situación o circunstancia, capaces de multiplicar sus efectos. Lo digo porque, hallándome en tan deplorables cuitas inmersa, una buena mañana, como tantas, después del baño, me sorprendí desnuda frente al espejo. Era éste, sin duda, un gesto habitual, casi mecánico, que ya formaba parte de la rutina diaria, tal ajustar las medias a los muslos o cubrir con carmín u otros afeites los pequeños percances de la edad.
En aquella ocasión resultó diferente. Escrito debía estar en algún sitio: es el caso que yo reparé en mi figura, quizá desdibujada por el vaho que llenaba la habitación. De pronto, y como obedeciendo a un extraño designio, uno de esos presentimien­tos que no sabemos cómo ni de dónde nos vienen, fui abriendo, despacio, el albornoz, hasta que, descendiendo desde los hombros, cayó a mis pies, desnuda frente a mi propia verdad. Por un momento, largo como la eternidad, pareció que en la estancia hubiera dos mujeres: una, en la nebulosa de los recuerdos; otra, en el reverbero. Ambas, desconcertadas, no se reconocían.
Comprendí hasta qué punto los estragos del tiempo nos alcanzan, hiriéndonos por fuera y por dentro con su espada de ceniza. Delante del espejo, una historia petrificada, las pavesas de un gozo que ardió como en incienso, con el infinito ante sí; tras el cristal, atónita, la incertidumbre, que es la forma piadosa de la certeza, cuando no queda duda de que se acerca el fin.
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