"Pero, cuando me hunda con mi barco y el tiempo haya borrado los remolinos últimos, será distinto el mundo"



Refugiarse al calor de los recuerdos sirve para muy poco. El pasado no cuenta ni tal vez el futuro. El porvenir, una estación desierta; sentarme, simplemente, como dicen los árabes. Y esperar -¡qué palabra!-. Esperar, a la puerta de casa o en esta habitación, a la que nadie viene. A los hombres les gusta lo imprevisto. El azar estimula esa zona del alma que permanece niña: saber que hay emociones todavía y que aún quedan reductos por descubrir o explorar, es decir, aventuras, poner a prueba el temple del espíritu y la fortaleza del cuerpo, acaso requiriendo la pública estima, el halago de la virilidad; y todo, ¿para qué? Para llevarse al lecho, como trofeo de guerra, la dulcísima carne de una hermosa mujer. Pero a mí, sin embargo, ya nadie me desea. Carezco de futuro y el poco que me resta no ofrece el aliciente de lo desconocido. Quién lo ignora: mañana seré más vieja, más fea, más débil; alguien, consolador, dirá que soy más sabia, madura e interesante. Pero todos sabemos que, minuto a minuto, el rostro de la muerte más se asemeja al mío.
Lo peor no es sentir que su aliento te recorre la espalda. Ni siquiera asistir al deterioro de aquel jardín que antaño cultivaras. Que esas cosas no tienen ya remedio es algo archisa­bido, y no conduce a nada castigarse por la vida vivida ni lamentar la que haya de venir. Me aflige, sobre todo, la sensación de espera, como si en esta alcoba hubiese instalado una antesala, y yo misma, resignada a mi suerte, no haya hecho, me temo, sino servir refrescos a los que me han precedido en el indeseable viaje. Esto no lo soporto. ¿Habré existido en vano?, me pregunto a menudo. ¿Es en vano la vida? Qué terribles cuestiones, que sólo un frío silencio me responde. Años, siglos, milenios, indagando sobre lo mismo, inventando respuestas y aun matando o muriendo por ellas, sin siquiera saber si se sostienen o son como un cadáver que yace en nuestro miedo.
Un barco, hace unos meses, encalló no muy lejos de aquí. Muchas mañanas, apenas sale el sol, me asomo a mi atalaya y contemplo su casco mancillado. Arrogante y viril, mecería en el agua su estructura, bebiéndose la rosa de los vientos como si fuera ron. Y ahí lo tenéis, mordido por la herrumbre y desguazado por el oleaje, soportando con beatífica mansedumbre los asaltos de la erosión y la voraz rapiña de los hombres, que es apenas vestigio de un ayer remotísimo: Juraría haberlo visto durante toda mi vida, parte de este paisaje habitual, fósil en la pupila. A nosotros, quizá, nos sucede lo mismo. No envejecen los años sino las embestidas de la existencia. Tengo, cuando despierto, la feliz sensación de ser una muchacha: abro los ojos, y la luz es la misma que entonces; ensancho mis pulmones, y el aire es el mismo que entonces; oigo ruidos y voces en la calle, y el rumor es el mismo que entonces; y me desperezo con indolencia, mientras paso mis manos sobre el seno, que presiento turgente como entonces, y salgo de la cama y es hermosa la vida debajo de la ducha, hasta que al fin descubro los cercos, las costuras, el seco pergamino de mi rostro, donde una pluma hostil fue escri­biendo la crónica de mis padecimientos -traición a traición, desengaño tras desengaño- y dibujando el mapa del hastío.
También yo estoy varada. Diría que esta alcoba es un cetáceo que escupiera la mar a cualquier costa. Vivo, sin duda, a bordo de un naufragio, con toda la zozobra del Universo tirando de mí. Pero, cuando me hunda con mi barco y el tiempo haya borrado los remolinos últimos, será distinto el mundo. Y, aunque yo no soy nada, tal vez la primavera pose en alguna esquina un búcaro invisible y el cáliz desangrado de una flor.

© Domingo F. Faílde

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