
NO logro comprender qué me ata a estas cuatro paredes, escenario de glorias fenecidas y tumba, conforme van pasando los días, de esta tristeza, que conmigo parece desplomarse. Hubo mejores tiempos, ya lo creo. La vida, si se es joven, disimula sus muecas y tiene un gesto amable siempre a punto. Una trampa, naturalmente. La existencia jamás juega limpio: te engaña, paso a paso, con marrullerías de viejo tahúr; y, cuando ya te ha atrapado y te vació por dentro, descubre los naipes marcados, vuelve grupas y dispara a matar.
Yo me hice vieja aquí. Esta alcoba sombría que acogerá, muy pronto, mi cadáver, era reino del gozo, capital del placer, sede de la alegría, donde, soberana o sacerdotisa, dispensaba las glorias de mi edad, los privilegios de un cuerpo que entonces reputara incorruptible, creyéndome diosa.
Lo era, en cierto modo. Cuando vine a este mundo, no había sino ruinas humeantes y hambre, hambre a raudales, sin otra perspectiva que ver pasar las horas, los días, meses y años, con la disciplinada uniformidad de un desfile que, al avanzar, dejaba la tierra sembrada de muertos, los pobres infelices que, reventados, no podían seguir. Escapar de la fila, ¿no fue una heroicidad?
Difícil resultaba porfiarle al destino. El orden de las cosas, en efecto, como signado por la fatalidad, escrito parecía en las conciencias y aun en esas acciones irrelevantes que marcan los propios ciclos del existir. Antes de que nacieras, te habían asignado personaje y papel, de modo que la farsa, a gusto del director, girase en torno a éste, a cuya alabanza se aderezaban todos los diálogos.
Yo hubiese interpretado una adorable víctima: la clásica heroína que llora sin lágrimas, reza en silencio y, sobre todo, espera; espera siempre, acaso ignorando qué espera. Joven, bonita, y levemente pálida, que era, por esas fechas, color de la ternura, poco tardaran en encontrarme marido, inmolándome, sumisa, a cualquier funcionario, tendero o terrateniente, que me llenara el vientre de hijos, a mayor gloria de Dios y la milicia. Y hubiera sido lo mejor, quién sabe. Perseguimos la libertad, los placeres, la audacia como norma de conducta, sin importarnos el precio, la rigurosa alcabala que, tarde o temprano, engordará las arcas de la soledad. Por más que, bien pensado, si al final del trayecto se vive de recuerdos, si llega la memoria a convertirse en el único plato de nuestra dieta, importa lo colmemos de viandas, aunque más duras fueren las lágrimas por todo lo perdido.
Es esto cuanto tengo: cuatro paredes llenas de fantasmas que, a veces, acarician aquella piel antigua del cuerpo que no soy, y me sacan del tiempo, liberándome del peso insufrible de la realidad.
Suelo embarcar, entonces, a bordo del primer buque que zarpe, sin preguntar el rumbo, rompiendo en mil pedazos el billete de vuelta, pues sé que en el retorno se agazapa la muerte, y no, yo no temo a esa muerte que te mata y te lleva, y todo se termina, y es como el horizonte tragándose un navío; me horroriza la muerte que se engolfa contigo y te va haciendo suya poco a poco, bebiéndote la vida a sorbos lentos: hoy me bebo la hoguera de tus ojos, hoy te sorbo la pulpa de la piel, hoy apuro los posos del asombro, las vinazas de la ilusión, y te voy esquilmando la esperanza, hasta que el desaliento y la lluvia te empujen al naufragio.
Nadie viene a esta casa desde hace muchos años. Con las últimas luces, cada tarde, me aproximo al balcón y veo, tras los visillos, cómo se apaga el día y van los hombres desandando la larga jornada, envueltos en enigmáticos pensamientos, mientras unos a otros se miran de soslayo, con cierta hostilidad. Mis pupilas, cansadas y algo torpes, escrutan las facciones, siempre los mismos rostros, con idénticas muecas de hastío y aquella angustia clónica que tanto me asustaba en otro tiempo, cuando en vano trataba de ahuyentar al destino y torcer el timón en la niebla, negándome a aceptar lo evidente, cautiva de mi propia ensoñación.
Yo nunca me plegué a las conveniencias ni obedecí el dictado de la necesidad ni me rendí a los hechos consumados. Por eso me inquietaba la certeza del fin, vislumbrando el momento en que, frente a mi sino, no pudiera intentar una larga cambiada. Me horroriza pensar en ese trance: abrir la última puerta y percibir como una luz helada, la pavorosa sensación de estar como desnuda, flotando en una nube, a merced de los vientos, de una fuerza invisible y desconocida que, a manera de un vértigo incontrolado, te tira de los pies, te precipita al vacío, mientras todo se seca alrededor y un espeso silencio se te atenaza al cuello hasta dejarte muda, con un deseo terrible de gritar, de arrancarte los pechos; y no, yo no quisiera que el remolino negro me chupase ni un sollozo amarillo me estrangulara. Mas no podía evitarlo.
Aquella escena absurda se instaló en mi cerebro y no tardó en ampliar su territorio, extendiendo su obsesivo dominio al orbe de mis actos. Hiciera lo que hiciera, aquella luz habría de succionarme; mientras tanto, refugiada en la confortable penumbra de la respiración, creía poseerlo todo, pudiendo disponer de esa leve pavesa que el tiempo me obsequiaba, como un inútil gesto de rebeldía.
Fue por esta razón que me enfrenté a mi padre cuando, en nombre de la experiencia y por mi bien, se empecinó en prohibirme salir con un muchacho que, en su opinión, tenía muchas leyes y no gozaba de la simpatía del párroco, por lo que no cupiera provecho ninguno en nuestra relación; y, de no obedecerle, era capaz de encerrarme en mi cuarto hasta que me aviniese a sus designios.
No es que ocurriera nada inusual ni que, falta de afectos, optase por salir de madrugada, sin hacer ruido apenas, intentando evitar explicaciones o algo mucho peor, pues presagiaba una despedida definitiva. Pero, en adivinando, el porvenir, y ya lo había leído en la tristeza que irradiaba mi madre, supe que aquella huida me estuvo reservada desde mi nacimiento. No quería casarme con cualquier garañón, y parir y parir y parir..., sin acaso enterarme de que, al sur, había un mar, y más lejos un horizonte, y detrás lo imposible, todo lo que yo misma fuera nunca capaz de imaginar.
Soñaba con el sur desde pequeña. A veces, en las fiestas, el patio de mi casa se llenaba de gente; eran, por lo común, hombres de piel cetrina, con el rostro esculpido por el sol y la adversidad. Venían con la siega, y se iban, dejando el pueblo gris, como si las tormentas hubieran anticipado el otoño, devolviéndonos la modorra de los días idénticos, lázaros de esperanza.
Aquellos individuos, que andaban gallofando por los villorrios o alquilando, de vez en vez, sus fuerzas, hablaban de ciudades bañadas por la brisa, donde cada mañana los barcos proveían géneros impensables: café, champán, vestidos, joyas, perfumes, cigarrillos; noticias, sobre todo; noticias de otros mundos que, a un tiro de piedra, parecieran remotos a nuestra fantasía. El sur, en fin, poblado de elegantes terrazas, en las que, como fauna mitológica, bullían hermosos jóvenes de mirada embriagante como el vino. Y yo los adoraba, entregándome a sus caprichos con esa laxitud con que el saxo, liberándose de la orquesta, comienza a susurrar tiernas falacias, modulando su voz seductora según las apetencias del que escucha.
Hoy, como algo remoto, evoco aquella época, cuando arrojara el áncora, tal si, tocando el fondo, me sintiese ligera, iniciada, apta para volar. Soy vieja, sin embargo. Desde hace algunos años, mi casa está cerrada, como aquellos cafés que fueron destruyéndose lentamente, dejando al descubierto los misterios de su perdido encanto: aquí estuvo el piano, y allí, junto a la falsa tapicería de la pared, trepaba la pequeña escalera que subía al reservado; y, apenas sin esfuerzo, se percibe la música, esas notas tristísimas que aventaban las ascuas de la melancolía, hasta hallar el consuelo de las sábanas y los besos oscuros, saturados de alcohol. Así mi casa ahora, únicamente llena de pecios y trofeos, cada vez más inútiles y ajenos.
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